EL NOVENO PLANETA


             Respiro por primera vez en años, acelerado. Suerte que mis pulmones se acuerdan automáticamente de cómo se hacía. Mientras el nivel del líquido de conservación que me cubría disminuye, hago una fuerza titánica para abrir los ojos. Recuerdo la primera norma de los viajes estelares en criogenización: no entrar en pánico al despertarse. Mis oídos se desentumecen y empiezo a oír el pitido de la criocámara. Muevo un poco los dedos, intentando volver a controlar mi cuerpo poco a poco. Han sido muchos años de quietud.
            Cuando la cúpula de cristal de la criocámara se abre, me incorporo y me quito la mascarilla. Me viene una arcada cuando sale la sonda postepiglótica. Me apoyo en el borde de la máquina, que está colocada en horizontal en el suelo de la sala junto a las otras tres. Respiro varias veces para tranquilizarme y luego, con ayuda de los brazos, me esfuerzo para conseguir salir de la criocámara. Me cuesta mucho mover las piernas, parecen hechas de madera.
            Cuando consigo sentarme miro alrededor y empiezo a situarme. La segunda norma dice que el viajero espacial debe reacostumbrar la mente a los pensamientos presentes. Después de pasar años divagando por el subconsciente, ésta tiende a no percibir la realidad tal como es.
            Las otras criocámaras están abiertas. De las tres sale un rastro húmedo que mancha el suelo metálico y lleva hacia la puerta. Me levanto y me acerco a ella, recordando las caras de mis compañeros de misión. Pongo mi huella en el panel de la pared, y la puerta se abre. Cruzo el pasillo, aún arrastrando un poco los pies, en dirección al puente de mando. Mi estómago se queja. Mis neuronas empiezan a acostumbrarse a la realidad, y poco a poco me siento más yo.
            Y entonces llego al puente de mando, y veo a mis compañeros asomados al amplio ventanal de la pared frontal, uno al lado del otro. Hago un paso más con intención de saludarles, pero entonces dirijo la vista a lo que hay detrás del cristal y me quedo boquiabierta.  
            Una colosal figura esférica, de color azul cobalto, de una belleza indescriptible, flota en medio del vacío espacial. Oh, Dios mío. Existe, lo sabía. El noveno planeta. Ymir.
            Solo una expedición de locos se atrevería a ir en su búsqueda directamente, me dijeron. Es imposible cruzar el cinturón de Kuiper con una nave autopilotada, sentenciaron. Y sin embargo, gracias a mi ecuación para predecir el comportamiento de los objetos transneptunianos, aquí estoy. Delante del gigante de hielo, el planeta de orbita altamente elíptica cuya existencia solo era teórica. Hasta hoy.  
            Me acerco a Meyers por detrás, y le pongo una mano en el hombro. Estaba tan absorto contemplando el planeta que ni se ha dado cuenta de que yo también he despertado. Cuando se gira para mirarme, me doy cuenta de que tiene los ojos enrojecidos. Ha estado llorando.
            ―Es impresionante ―solo puede articular, volviendo la vista otra vez hacia el cuerpo celeste, como si fuera un imán para sus pupilas. Es tan magnífico que uno se podría pasar días mirándolo.
            Sally tiene los ojos abiertos como platos, y Joon tiene las manos y la nariz apoyadas en el cristal, como si quisiera acercarse más. Es una lástima que ésta sea solo una misión de reconocimiento, pues con mas equipo y provisiones se podría plantear una aproximación a la exosfera. Pero dentro de seis semanas, cuando la nave de la vuelta aprovechando el campo gravitatorio de Sedna, tendremos que volver a meternos en las criocámaras. Y volveremos a casa.
            Es una pena pensar que no podré volver a verlo. Solo se pueden plantear expediciones que se le aproximen durante el perihelio, y más o menos el siguiente será dentro de unos… doce o trece mil años.
            Admiro de nuevo nuestro descubrimiento. Me imagino su superficie, cubierta de hielo. Por eso tiene esa coloración azulada. El azul siempre ha sido mi color favorito.
            Pero justo en el momento en el que abro la boca para exponer que deberíamos empezar a trabajar, mi sien se comprime y siento un dolor insoportable que me obliga a estremecerme y soltar un grito. A los otros tres les ocurre lo mismo. Seguidamente, noto una fuerza que parece querer separar el alma de mi cuerpo, que tira en dirección a la enorme esfera azul. Durante un segundo me siento parte de ella, y luego el planeta emite un pulso que se expande a la velocidad de la luz hacia todas las direcciones. El pulso choca contra la nave, contra mi cuerpo, contra mi ser. Y algo empieza a transformarse dentro de mí.
            Empieza en el corazón, y noto como se mueve como si fueran miles de hormigas. Siento el frío dentro de mí, pero éste me reconforta como si fuera la llama de una hoguera que brilla en medio de la noche. Mi mente se expande, y siento a mis compañeros como si fueran extensiones de mí. También percibo la nave como si fuera un ser vivo, y más allá de ella los asteroides y satélites, y luego objetos con mas masa. Planetas, estrellas, agujeros negros,… No existo, y sin embargo lo abarco todo.
            Entonces me rompo, y mi consciencia sufre la tortura más desgarradora que os podáis imaginar. Vuelvo a mi cuerpo, que se ha empezado a convertir en hielo. Los otros también se están congelando, y emiten un sonido agudo e inhumano que les sale directamente del pecho.
            Y en ese momento, antes de que el cambio llegue a mi cerebro, me doy cuenta de algo. Los humanos no estamos preparados para descubrir los misterios de Ymir. El planeta está vivo, y es la fuente de poder más grande del universo. Se trata de un ente cósmico que trasciende cualquier lógica. Es lo que los terrícolas llamamos un dios.
            Sonrío, pues el frío agradable conquista lo que queda de mi. Mi último instante de vida se dilata en el tiempo, y luego muero.

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